
DEMÜNAÏ
La primera edición de Latino Graff fue puro vértigo. Todos estábamos nerviosos, los del grupo porque tocaban en el Espace Allégria de Toulouse, donde Ledania y Skore habían dejado su huella. Nosotros, porque ese “festival de arte urbano” era la culminación de una locura nacida en Bogotá, una idea lanzada al aire entre cervezas y calles húmedas que, contra todo pronóstico, estaba ocurriendo.
Teníamos voluntarios, socios,y patrocinadores, entre ellos El Comelón, un restaurante de comida callejera colombiana. Wilmar, su dueño, un paisa afable, curtido en años de vida en Toulouse, había logrado lo que muchos soñaban: una familia, un negocio, una vida armada con paciencia y alegría. Siempre con una sonrisa, siempre presente.
Yo, en cambio, apenas lograba procesar lo que pasaba a mi alrededor. Artistas colombianos, algunos de los más talentosos, habían cruzado el océano por esta quimera, este delirio llamado Latino Graff. Había vendido humo con tanta convicción que la gente lo había comprado. Y lo peor es que estaba funcionando.
La noche del concierto final, Espace Allégria estaba a reventar. 400 personas, no cabía un alma más. Un grupo chileno abriría la noche, luego vendrían los Guayabo Brothers. Juan Pablo se había encargado de los primeros, yo apenas sabía quiénes eran. Estaba demasiado ocupado contando cabezas, sintiendo cómo el estrés me crecía como los labios de una Kardashian.
Y entonces pasó. La esposa de Wilmar llegó a la puerta. Quería entrar a ver el concierto. Y yo, en un acto de insensatez absoluta, le dije que no podía. 400 personas, el aforo estaba lleno. Como si fuera cualquier espectadora. Como si no fuera la esposa del hombre que nos había alimentado a todos los artistas del festival. Nunca logré asimilar por que le había dicho eso en ese instante. Y aunque pedí disculpas a los dos después, diciendo que no podría explicar la situación. Aún hoy me arrepiento de ese momento. Wilmar se fue furioso. Y yo, ciego de adrenalina, ni siquiera entendí lo que acababa de hacer.
Seguí en la puerta unos minutos hasta que la música me llamó. Un sonido. Algo entre jazz y ritmo latino, con una cadencia que me atrapó sin aviso. Subí las escaleras.
La puerta era pequeña, pensada para que el calor no se escapara en invierno. Crucé. Y entonces los vi.
Demunaï.
Un grupo de jazz-rap latino, impecable, con una métrica afilada como una navaja. Pura poesía. Cantaban en fragnol, esa fusión de francés y español que solo entienden ciertos migrantes, los que flotan entre dos mundos. Era música hecha para gente como nosotros.
Y en ese momento entendí el rap. El rhythm and poetry, con ese petit accent qué lo hacía nuestro. Demunaï no era un grupo cualquiera. Era una leyenda naciendo ante nuestros ojos.
Esa misma noche decidimos grabarlos.
Reunidos en la MAPCU, hicimos una de las pocas sesiones que existen en internet de este grupo increíble, un cometa fugaz que duró lo que tenía que durar. Luego algunos de sus miembros se fueron y solo quedo ese eco sonando en las reproducciones youtube. Cada año, en nuestras noches de tertulia con Juan Pablo, entre vinos blancos, volvemos a escuchar esa grabación. Y por un instante, la ciudad, los tambores, la locura, todo vuelve a respirar.
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